lunes, 23 de enero de 2017

Un libro escrito con valentía, lucidez y claridad



Jesús Martínez Gordo, en PPC
"Estuve divorciado y me acogisteis"


Andrés Torres Queiruga

Hay libros que, si no existen, deben ser escritos. No es tópico decir que tal es el
caso de este ensayo de Jesús Martínez Gordo. Lo necesitábamos para hacer claridad sobre una situación extraña, extrañísima. Una iglesia en claro trance de normalización y entrando en un elemental sentido de realismo histórico, aparece agitada por choques inesperados y asombrada por el ruido de gritos incomprensibles.

Cardenales serios y solemnes se tiran al monte, en un desafío sin precedentes, impensable hace muy pocos años. Ellos, que han callado durante tres décadas de restauración, proclamando casi como norma suprema la obediencia al papa, con un estilo en el que, escala abajo, participaron y ejercieron sin dejar opción a la réplica ni al disenso más responsable, de repente asumen aires demócratas e incluso están dispuestos a romper su propia regla. Lo hacen frente a un papa que, finalmente, aparece en la iglesia y ante el mundo con sentido común, voluntad democrática y corazón evangélico. Y se acuerdan ahora del diálogo, el debate y la participación, e incluso amenazan con amonestarlo y, si fuese necesario, con deponerlo.

Tomo este gesto último, incomprensiblemente histriónico, como signo y síntoma de una situación oscura, de resistencias ratoniles alérgicas al movimiento y cerradas a la historia. Ante la llamada a retomar el Concilio y dejarse llevar por el viento del Espíritu, buscando una iglesia abierta a la misión y fiel al Evangelio, persiste en muchos la nostalgia de las cebollas de Egipto: una iglesia clausurada en sí misma y poniendo el código en el lugar del corazón para juzgar al hermano con un moralismo tan cruel como obsoleto, oscureciendo así la luz del Evangelio y taponando con legalismo el fluir infinitamente generoso de la misericordia divina. El mundo -escribió alguien tan poco sospechoso en este punto como Jean Paul Sartre- espera un Creador, un Dios digno de los anhelos más íntimos del alma humana, e insisten y persisten en darle un gran Jefe, que controle la libertad, ignore el sufrimiento y mate la alegría de vivir.

Espero que se me disculpe este desahogo. De algún modo era indispensable para explicar por qué considero necesario este libro. Ante todo, y acaso sobre todo, porque arroja una claridad lúcida y una información precisa sobre la situación. De repente, datos que aparecían dispersos y no conectados, personajes de los que sonaba el nombre pero cuyas ideas no eran bien conocidas, aparecen en su lugar y contexto precisos. Y todo comienza a tomar consistencia.

El libro se inicia con una mirada al pasado reciente, es decir, al tiempo en que, de modo lento pero con una coherencia inflexible, se fue cociendo el ambiente donde vino a insertarse el pontificado del Papa Francisco. Desde la Humanae vitae y la crisis de la moral, a través de la domesticación de los sínodos, hasta la renuncia de Benedicto XVI, se formó un horizonte cuidadosamente cerrado a la renovación. Uno de los apartados más lúcidos de este libro -"Orden, doctrina y ley" (pág. 52-56)- presenta la estrategia, bien pensada y rígidamente ejecutada, de la restauración postconciliar: 1) "promoviendo al episcopado sacerdotes que aceptaran, sin dudas ni fisuras de ninguna clase, el magisterio", reforzándolo con un juramento de "devota fidelidad" a sus enseñanzas; junto a esto, "acabar arrinconando a los obispos más abiertos y conciliares"; 2) "una revisión a fondo -lenta pero inexorable- de la capacidad magisterial reconocida por Pablo VI a las Conferencias episcopales"; 3) "dotar de consistencia magisterial a las ‘verdades innegociables', desactivando la autoridad intelectual "particularmente de los teólogos moralistas" y "de algunos eclesiólogos".

martes, 17 de enero de 2017

¿Cuáles son las seis familias de católicos en Francia?



Todos católicos, pero cada uno su práctica. El gran estudio sociológico encargado por el Grupo Bayard y publicado conjuntamente por La Croix y Pèlerin, distingue seis perfiles tipo de católicos comprometidos.



Céline Hoyeau et Yann Raison du Cleuziou, en La Coix (11.01.2017)



LOS FESTIVOS CULTURALES (45% de católicos "enganchados")

Para ellos, Jesús es: el fundador de su religión, un Dios de amor.

Ser católico es: estar bautizado.

Su espiritualidad: la religión es del orden del patrimonio común, que es una parte importante de su identidad. Está allí esencialmente para tranquilizar, para proporcionar protección a sus familias.

Su práctica: Van a la iglesia para los ritos de paso, celebraciones familiares —bodas, bautizos, funerales. Piden ritos en la Iglesia, pero los viven con cierta distancia. Encienden una vela, donan a asociaciones caritativas... Están unidos a la parte cultural, el folclore y las tradiciones (los Belenes, las campanas...). Aprecian bastante la misa en latín.

Su lugar: la parroquia, pero a menudo abandonan la práctica con las agrupaciones parroquiales. Se han comprometido débilmente, pero se los pueden encontrar en la catequesis.

Su sociología: Son de los llamados "no practicantes". Representan la mayor masa de católicos comprometidos. Son del medio popular, pero no sólo.

Sus figuras de referencia: una madrina, la abuela...

Su voto: orientado hacia la derecha; este es el grupo donde tiene el mayor electorado el Frente Nacional, aunque sigue siendo una minoría (22%, que corresponde a la media nacional).

Muy reacios a "La manifestación por todos", tienen un alto nivel de desconfianza respecto de la visión del papa cuyos pronunciamientos sobre los migrantes no aceptan. Los consideran muy hostiles.



LOS TEMPOREROS fraternales (26% de católicos "enganchados")

Para ellos, Jesús es: el ejemplo del amor vivido; están menos unidos a su persona que a los valores que encarna: la generosidad, la hospitalidad, la apertura a los demás.

sábado, 7 de enero de 2017

Silencio



La Palabra era Dios.
SILENCIO
Dirección: Martin Scorsese. País: USA. Año: 2016. Género:Drama. Reparto: Liam Neeson, Andrew Garfield, Tadanobu Asano, Adam Driver, Ciarán Hinds. Guion: Jay Cockcs; basado en la novela “Chinmoku” (Silencio), de Shûsaku Endô


Si algo ha caracterizado el cine de Martin Scorsese es el ritmo frenético de muchas de sus obras. “Casino”, “Uno de los nuestros”, “El lobo de Wall Street”, por ejemplo, están marcadas por un montaje vertiginoso que atrapa al espectador en los primeros minutos y lo sacude hasta el final.

Con “Silencio”, Scorsese retoma el tema religioso tratado ya antes en “La última tentación de Cristo” y “Kundun” para ofrecernos una obra grandiosa, pausada, con un montaje lento que invita a una contemplación hiriente.

En la segunda mitad del siglo XVII, dos jóvenes sacerdotes jesuitas viajan voluntariamente a Japón en busca de un misionero que ha sido referente espiritual en sus vidas y que, tras ser perseguido y torturado, ha renunciado a su fe. Al llegar a Japón se encuentran con una comunidad cristiana acogedora y humilde que vive en la clandestinidad y es hostigada con agresividad. Ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que los japoneses reciben a los cristianos.

A lo largo de todo el extenso film se van oyendo varias voces en off que rezan, se preguntan, manifiestan sentimientos… todas esas voces contrastan con el pesado silencio de Dios, que parece impasible ante el sufrimiento.

El problema del mal, presente siempre en la Teología, es presentado con toda la desnudez. ¿Es lógico creer en un Dios que calla ante del dolor de los que quieren serle fieles?, ¿Dios quiere una fidelidad que lleva a la muerte o se decanta por una apostasía que salva vidas? El joven padre Rodrigues vivirá un Getsemaní terrible en el que hasta su figura atormentada irá pareciéndose a un Ecce Homo… sus preguntas angustiosas chocarán con el silencio de Dios.

Hoy sigue habiendo persecución contra los cristianos en muchos lugares; en nuestro mundo acomodado van llegando noticias e imágenes de la tortura, la cárcel y las ejecuciones que se siguen dando. A la vez que nos muestra la persecución, “Silencio” lleva a la pantalla la grandeza de los sacramentos, la fuerza del perdón y la autenticidad del seguimiento de Cristo. Para nuestro cristianismo, excesivamente burgués, domesticado e inofensivo, el film se Scorsese tiene que ser necesariamente una provocación.

No es un film para todos los paladares; su estilo espiritual y su tono intimista y profundo hacen que pueda ser saboreada fundamentalmente por personas con un afán de búsqueda interior.

Una película dolorosa, discursiva y reflexiva, una llamada a la reflexión sobre las consecuencias de la coherencia de la fe; una película cuyo visionado obliga a salir de la sala en silencio.

JOSAN MONTULL

miércoles, 4 de enero de 2017

Francisco, en el banquillo de los acusados



     Puede parecer un titular cruel, al tratarse de una persona que acaba de cumplir 80 años, pero, guste o no, es lo que hay.


     Es bien conocida la reforma eclesial en la que está empeñado Francisco: con los pobres y con los crucificados de nuestros días en su reclamación de tierra, techo y trabajo; a favor de una nueva unidad entre los cristianos entendida como comunión en la diversidad; impulsando una transformación de la curia vaticana que la acabe recolocando en relación de dependencia con un gobierno cada día más colegial y corresponsable y, finalmente, revisando la moral sexual, hasta ahora vigente, desde el primado de la misericordia como la verdad primera y fundamental del Evangelio.

     Y también es de sobra conocido cómo, a partir de ese momento, las aguas no han parado de bajar revueltas hasta acabar emplazando públicamente al papa, el pasado mes de noviembre, por una supuesta negligencia en su responsabilidad de defender la fe. El encargado de ello ha sido el cardenal estadounidense R. L. Burke en nombre de otros tres colegas: los alemanes W. Brandmüller y J. Meisner y el italiano C. Caffarra. Finalizadas las fiestas de Navidad, ha declarado, podrían pedir públicamente al papa que se corrigiera de las “confusas” directrices impartidas en la carta postsinodal “Amoris laetitia” ya que perciben una ruptura “con lo que ha sido la constante enseñanza y práctica de la Iglesia”. Vamos, que la verdad primera y fundamental del catolicismo no es la misericordia de Dios, sino la ley de la indisolubilidad del matrimonio.

     Lo preocupante no es que estos cardenales, representantes de la minoría rigorista, pretendan sentar a Francisco en el banquillo de los acusados -una sobreactuación que roza lo histriónico-, sino la sintonía que se percibe con ellos en algunos sectores de la Iglesia. Y también, en nuestras respectivas diócesis.

     Hay católicos que comparten, concretamente, tres consideraciones sobre este papa “venido del fin del mundo”. Según la primera, no hay que esperar mucho a que las aguas vuelvan a su cauce tradicional y seguro, habida cuenta la avanzada edad de este papa “salido de madre”. Solo se necesita tener un poco de paciencia y aguante, a la espera de que la naturaleza haga su trabajo y aparezca, como agua de mayo, el deseado y añorado Pio XIII o un Juan Pablo III que ponga las cosas en su sitio. Pero, se recuerda, seguidamente, no está de más insistir en que la Iglesia se encuentra asfixiada por el tsunami de la “dictadura relativista” que Juan Pablo II y Benedicto XVI denunciaron hasta quedarse afónicos y al que Francisco le hace la ola sin miramientos de ninguna clase. Hay, finalmente, otra valoración, más técnica y que ha vuelto a saltar a la palestra muy recientemente: la Exhortación postsinodal “Amoris laetitia”, por ser rupturista, no mantiene la imprescindible continuidad con el magisterio que le ha precedido. Al incumplir tal criterio, queda invalidada como doctrina auténtica.

     Me permito intervenir en este debate aportando también tres consideraciones. La primera, para recordar que las reformas fundadas, como es el caso, en la sencillez y radicalidad evangélicas y no en la autoridad (aunque sea la del papa), han sido, y siguen siendo, determinantes en la Iglesia. La de Francisco, por asentarse en la misericordia, tiene todos los visos de perdurar en el tiempo. Por lo menos, tanto como pueda subsistir el Evangelio que la sostiene y más allá de que al actual papa le queden cuatro días u otros ochenta años.

     La segunda, es para invitar a repasar el magisterio de Juan Pablo II cuando animaba a “discernir bien las situaciones” de los divorciados vueltos a casar civilmente, dada su creciente complejidad, así como a valorar el diverso grado de pertenencia eclesial de dichas personas. El papa Wojtyla era consciente del problema. Pero, una vez reconocido, lo aparcaba y se limitaba a aplicar la llamada “ley moral natural” sin contemplaciones porque en ella se transparenta la voluntad de Dios. Y con él, Benedicto XVI. A diferencia de ellos, Francisco prefiere mirar el comportamiento de Jesús en la parábola del hijo pródigo o con la mujer sorprendida en adulterio. Y, a su luz, entiende, cargado de razones, que el amor de Dios está por encima de cualquier ley, incluido el catecismo y el código de derecho canónico. Me da que este criterio también está llamado a tener más futuro que la aplicación inmisericorde de la ley, aunque se intente presentarla como “definitiva” e “irreformable”. Todo un exceso, éste último, dogmático, además de jurídico, que ignora la precedencia del Evangelio.

     En tercer lugar, creo que no conviene confundir “relativismo” con “jerarquía de verdades”. Nadie discute, al menos entre los católicos, la indisolubilidad como uno de los principios del matrimonio, sin olvidar que cada día somos más quienes entendemos que no se pueden seguir aparcando las excepciones a dicho principio que el mismo evangelista Mateo (19,9) también pone en boca de Jesús: “excepto en caso de adulterio” (“porneia”). Pero todos deberíamos estar de acuerdo en que el corazón del Evangelio no son dichas verdades ni sus excepciones, sino la misericordia de Dios con nosotros. A su luz, se han de leer y aplicar las restantes. Esto tampoco es flor de un día.

     Evidentemente, está en juego no perder el tren de la historia, pero, sobre todo, recuperar el corazón mismo del Evangelio que, con frecuencia, sobrepasa a la historia. Y con ella, a nosotros.

 Jesús Mtz. Gordo