miércoles, 18 de mayo de 2016

¿Qué tipo de comunidad es una parroquia?



Extractado del capítulo “La parroquia: sus figuras, sus modelos y sus representaciones”, de Gilles Routhier (Québec), en el libro “La nueva parroquia”, Sal Terrae.


Un segundo modelo de parroquia es el de la comunidad cristiana. El lenguaje con esta connotación comunitaria se generalizó en la Iglesia a partir de 1960, que se corresponde, más o menos con la emergencia de una nueva sensibilidad que quería priorizar las relaciones cálidas e inmediatas entre las personas, más que apostar por unas relaciones funcionales definidas institucionalmente.
En este contexto, la “comunidad cristiana” aparece entonces como la nueva “imagen-guía” capaz de poner los cimientos de un nuevo proyecto de parroquia…. Pero antes de canonizar esta idea de parroquia sería bueno examinar la solidez de su fundamento y explorar un poco su origen.
La teología no era la única disciplina que trabajaba con el concepto de comunidad, que es, ante todo, un término que pertenece a las ciencias sociales. … Los estudios sobre la parroquia fueron particularmente florecientes en este periodo. En ellos se descubría que especialmente las parroquias urbanas no eran “comunidades naturales” como lo habían sido en otro tiempo las parroquias rurales, comunidades establecidas sobre la base de unas relaciones cortas o de solidaridades primarias: vínculos de vecindad o de familia. El anonimato se interpretaba como corrosivo para el cristianismo, que había prosperado, a lo largo de los últimos siglos, en un marco social de tipo comunitario.

Esta nostalgia del medio rural, en el que la comunidad natural y parroquia se superponían, marcó a la institución parroquial en el medio urbano, donde se intentó reproducir una comunidad natural de pertenencia. A ello se llegó al iniciarse el movimiento de urbanización de comienzos de siglo. De ahí a identificar el “estar juntos los cristianos” con una forma concreta de sociabilidad no había más que un paso. Y ese paso iba a darse muy pronto. La expresión “comunidad cristiana”, ya entonces disponible en los documentos eclesiales, sobre todo en los textos conciliares, iba a verse investida de un nuevo contenido y a ser ampliamente utilizada al hablar de la parroquia. Toda la literatura sobre la parroquia a partir de 1965, aunque no anunciaba simplemente la desaparición de la parroquia, preconizaba, si no la abolición del principio territorial, sí al menos la revisión de la idea de parroquia que debería establecerse a partir de la reunión de pequeños grupos afines construidos sobre la base de unas relaciones de proximidad. Sobre este asiento se constituirían verdaderas “comunidades cristianas”. La parroquia debía llegar a ser un pequeño grupo de afinidad compartiendo un ethos cultural común, un pequeño grupo de relaciones inmediatas y cálidas en el que lo que se valora es el compartir y la comunicación.

Por otra parte, observamos cómo algunos feligreses que se dirigen a la parroquia para celebrar un bautismo o un matrimonio no se fían de “la comunidad”. Tienen miedo a ser recuperados, enrolados… Tienen miedo a perder su libertad, a estar sometidos a la presión del grupo, a convertirse en prisioneros de una comunidad enclaustradora. Constatamos aquí cómo el control social que antaño llevaba a cabo el cura pasa ahora al grupo social, y hay un rechazo hacia este nuevo control social, comunitario, que se percibe como opresor.
El análisis sociológico nos ha enseñado igualmente que el “afecto anti-institucional” y su corolario “comunitario” son frecuentemente una característica de las clases medias. No debería, pues, canonizarse demasiado aprisa ni extender a toda la Iglesia un funcionamiento que sólo corresponde al ethos cultural de un grupo social determinado; y, sobre todo, no se debería teologizar demasiado rápidamente una idealización de la Iglesia primitiva unida a un cierto romanticismo que frecuentemente ha conducido a teólogos y pastores a privilegiar el modelo comunitario y la pastoral basada en las relaciones humanas personales, juzgándolo más conforme al Evangelio y, por ello, a despreciar otras formas de sociabilidad y los valores que comportan.
En el plano teológico, lo primero que hay que recordar es que la asamblea cristiana está llamada a reunir personas de diversas condiciones y establecer entre ellas relaciones fraternas. En torno a la mesa de la Eucaristía deben reencontrarse griegos y judíos, esclavos y libres, ricos y pobres, hombres y mujeres. Esta fraternidad posible en Cristo, que reconcilia lo que estaba dividido, representa precisamente la Buena Noticia de la salvación. Desde esta perspectiva, la Iglesia no es una comunidad en la que la gente se une por libre elección, sino que es una asamblea convocada y que, en función de este hecho, no debe reproducir en su seno las divisiones de la sociedad. Además, el uso sin mayor discernimiento del concepto de “comunidad” no se realiza sin riesgo en el ámbito de lo cristiano. En el Nuevo Testamento hay dos conceptos fundamentales que intentan expresar las relaciones sociales cristianas: la asamblea y la fraternidad. Valdría la pena retomarlas hoy y trabajarlas más en nuestro contexto social, caracterizado, más aún que en el espacio rural tradicional, por una extrema diferenciación social y por la complejidad de las relaciones sociales.
Quedémonos con que lo importante para constituir una parroquia es no descuidar la calidad de las relaciones interpersonales y los ámbitos eclesiales en los que estas relaciones puedan desarrollarse. Habrá que ser sensible al hecho de que la parroquia no es simplemente una organización y que no debe desarrollar, también simplemente, relaciones funcionales. Habrá que cuidar de atemperar el acento organizativo mediante una personalización de las relaciones, la invasión de las normas mediante la acogida de las personas, la preeminencia de las relaciones jerárquicas mediante el desarrollo de relaciones fraternas, etc. Sería, sin embargo, un ejemplo palmario de esclerotización el pretender hacer creer que el modelo comunitario es el único capaz de generar relaciones personales en las que el individuo encuentra reconocimiento y valoración, en tanto que la vida eclesial organizada según unas relaciones más distantes no ofrecería más que anonimato y rigidez administrativa. 

Si, innegablemente, lo comunitario existe en la Iglesia, y si pueden existir legítimamente comunidades en la Iglesia, la Iglesia misma no puede constituirse, en su totalidad, siguiendo el modelo comunitario en sentido estricto. Esto hace suponer que hay, pues, en la Iglesia, diferentes lugares por los que los cristianos pueden circular libremente: las asociaciones de fieles, los movimientos, los grupos particulares, por ejemplo, constituyen otro tipo de asociación.

Quedémonos además, al cabo de esta sección, con que si la koinonia no es una comunidad, tampoco basta con una pertenencia débil a una organización espiritual en la que nunca se puede encontrar al prójimo. Hay, pues, algo de auténtico en la reivindicación de lo comunitario, y habrá que tenerlo en cuenta cuando se trate de hacer una síntesis y determinar qué provecho puede sacarse de este modelo, con tal de que no sea nunca exclusivo ni rígido. Habrá que estar también atentos a la desconfianza de nuestros contemporáneos respecto de todo tipo de comunidad que pretenda encerrar y retener, así como al hecho de que dan la espalda a la “opresión comunitaria” que amenaza su libertad.
Por otra parte, hemos de quedarnos con que la Iglesia es asamblea, y que la asamblea es superación de los particularismos, apertura al más allá del propio ámbito, del propio pueblo o del propio clan. Es este un punto capital, si la Iglesia quiere vivir proféticamente y anticipar el mundo futuro. Todo repliegue enfermizo sobre el propio terruño que excluya una apertura más amplia que uno mismo es corrosivo y no construye Iglesia.
Esto quiere decir en concreto, en la parroquia, que hay que desarrollar al mismo tiempo un tejido comunitario que favorezca la pertenencia a distintos niveles —equipos de matrimonios, grupos de jóvenes, células comunitarias de base, movimientos…— y asambleas capaces de integrar la diversidad, las que se superen las fronteras del pueblo, del barrio, del grupo natural. La parroquia es, ante todo, asamblea y debe estar en condiciones de asumir el conjunto de la vida cristiana de todos.
Por otra parte, la reactivación de la misión llevará en muchos casos a la creación de conjuntos parroquiales más amplios, si se admite que determinadas parroquias excesivamente reducidas no estarán en condiciones de poner en marcha las nuevas bases que requiere una presencia más misionera en el mundo… A pesar de todo, si la creación de conjuntos parroquiales más amplios no se acompaña de una real preocupación por mantener la cercanía, la Iglesia será vista muy pronto como una organización lejana e inaccesible, acentuando su carácter de “servicio público”. No se trata, pues, de optar entre la gran asamblea y la cercanía, sino que hay que estar en condiciones de integrar estas dos dimensiones esenciales y pensar dialécticamente la atención a lo local y el desarrollo de lo imposible.
Esta parroquia, aunque disponga, en un espacio humano suficientemente amplio, de una organización que ofrezca servicios y lleve adelante programaciones, no se define principalmente por su territorio, sus estructuras, sus edificios, su personal…, sino por la vida cristiana que es capaz de descubrir, acompañar y suscitar. Con su vitalidad, será misionera, pues dará muestras, ante aquellos y aquellas que no son cristianos, de la vida abundante que proporciona el seguimiento de Cristo y la comunión en el único Espíritu.

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