lunes, 17 de marzo de 2014

Europa y el “Tercer Mundo”



Johann Baptist Metz,
 “Memoria passionis:
una evocación provocadora en una sociedad pluralista”,
pp. 204-208

Ciertamente, la situación actual (en el proceso de globalización) manifiesta potenciales de conflicto absolutamente nuevos, caracterizados no sólo por antagonismos sociales, sino también -y sobre todo- por antagonismos religiosos y culturales. En otros textos he formulado la propuesta de un programa cristiano para el mundo estructurado en torno a la idea de compassio. Aquí, sin embargo, me gustaría llamar la atención sobre puntos de vista que -¡sin estar resueltos!- proceden de una época en la que el globo todavía se podía dividir sin problemas en Primer, Segundo, Tercer (y Cuarto) Mundos.


1.- La Europa de la ilustración política

Los europeos somos todavía universalistas; actuamos movidos por la curiosidad, pero también de forma insensible; seguimos siendo considerados gentes que cruzan fronteras y superan límites, conquistadores y dominadores, misioneros, «exportadores», y siempre y en todo, euro-céntricos.

¿Qué hay de cierto en ello? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué es importante tener en cuenta, de cara precisamente al entendimiento de Occidente con el «resto del mundo»?


Permítaseme decir, en primer lugar, una palabra sobre la importancia que aún conserva Europa, sobre la misión que todavía tiene en el mundo actual en relación con el mundo no europeo. Europa es el hogar cultural y político de un universalismo que, en su esencia, resulta estrictamente anti-eurocéntrico. No me refiero aquí a la Europa del dominio racional y comercial, ni a la Europa de la civilización científico-técnica, sino a la Europa de la ilustración política. Es cierto que, al principio, el universalismo anhelante de libertad y justicia de la Ilustración no fue universal más que en sentido semántico y que, en su desarrollo concreto, ha seguido siendo particularista hasta hoy. No obstante, ha fundado una nueva cultura política y hermenéutica que aspira al reconocimiento de la libertad y dignidad de sujeto de todos los seres humanos.

Lo cual, a la vista de las preguntas que acabamos de formular, significa que el reconocimiento de la autenticidad cultural no debe suponer la renuncia al universalismo de los derechos humanos desarrollado en las tradiciones europeas. Juntamente con su profundización teológica, según la cual la única macro-narración que sigue teniendo vigencia es la historia en cuanto historia de la pasión (de los seres humanos), este universalismo de los derechos humanos garantiza que el pluralismo cultural no degenera en mero relativismo, que el reconocimiento de los otros en su alteridad conserva su potencial de verdad. Por eso habría que reflexionar aquí detenidamente sobre el siguiente axioma: los derechos humanos suspenden el derecho internacional o de gentes, los derechos humanos suspenden los derechos culturales.

Sin embargo, me gustaría abordar de inmediato un punto que hace referencia explícita a la relación entre los dos continentes (sic) de los que estamos tratando. Mi pregunta crítica reza: ¿no existen en la actual política mundial dos raseros diferentes para hablar de derechos humanos? ¿Qué ha sido, qué es, del derecho de expresión de los países pobres de esta Tierra en lo que se refiere a la dignidad y libertad de sus habitantes?

En la actualidad, como se ha dicho, se debate la idea de que, bajo determinadas circunstancias, los derechos humanos suspenden el derecho internacional. Pero ¿no es chocante el hecho de que en Europa siempre pensemos espontáneamente en las situaciones de crisis de los países pobres en las que estaríamos obligados a intervenir para salvaguardar los derechos humanos? ¿A quién de nosotros se le ocurre pensar que también los países pobres podrían tener derecho a inmiscuirse en la política internacional de los países industrializados del Norte y demandar una más decidida democratización de la economía mundial? ¿A quién de nosotros se le ocurre pensar que los países pobres podrían tener derecho a cuestionar la soberanía de los países ricos, los cuales, a la postre, amén de ser responsables de las catástrofes ecológicas, han impuesto a los pueblos y culturas pobres (e inmersos en otros cauces de desarrollo) de esta Tierra una presión de modernización y aceleración que no sólo no fomenta en tales países formas de vida a la altura de la dignidad humana, sino que incluso destruye las existentes?

Así pues, ¿no existen dos varas de medir diferentes para hablar de derechos humanos? ¿Y no se ha hecho esta asimetría más evidente desde que llegó a su fin la Guerra Fría, y los ricos y fuertes países industrializados del Norte han dejado de temer que los países pobres de esta Tierra puedan decantarse por el bando político equivocado? ¿No debería convertirse la Iglesia, ubicada en la intersección entre países ricos y pobres, en un valeroso lobby que presionara en favor de estos países pobres, de su derecho a intervenir en la política mundial, de la igualdad en lo relativo a los derechos humanos, y se posicionara en contra de la opinión mayoritaria, según la cual los postulados de los derechos humanos no son en realidad más que imperativos externos al sistema que deben ser tomados en consideración en el comercio internacional? Al fin y al cabo, el reino de Dios que anuncia la Iglesia no es indiferente a los precios de dicho comercio.

2.- Crisis del espíritu europeo: euro-esteticismo y euro-provincialismo

Pero dirijamos de nuevo la mirada a Europa. Hace ya tiempo que en Europa impera un nuevo ambiente, una nueva mentalidad. Un nuevo espíritu recorre Europa: una variante de lo que, en la cultura intelectual, ha sido objeto de debate bajo el nombre de «posmodernismo». Se ha difundido un cotidiano posmodernismo de los corazones que vuelve a poner la necesidad y la miseria del llamado Tercer Mundo en una lejanía aún mayor y carente de rostro.

En la Europa moderna siempre ha existido algo así como un euro-darwinismo, el cual, para mí, se manifiesta en la proclividad de los europeos a considerarnos a nosotros mismos la cima triunfante de la evolución de la humanidad y, al mismo tiempo, en nuestra incapacidad para juzgarnos a nosotros mismos con los ojos de nuestras víctimas. En la actualidad, la mentalidad europea, el espíritu europeo (si se me permite emplear palabras tan magnas), presenta dos rasgos -que me gustaría caracterizar como euro-esteticismo y euro-provincialismo- de crucial importancia para la relación de Europa con el llamado Tercer Mundo.

2.1- Euro-esteticismo

¿A qué me refiero con este término? Voy a intentar explicarlo sirviéndome de una anécdota. En otoño de 1989, el entonces ministro alemán de Trabajo visitó Polonia e, impresionado por las transformaciones que estaban produciéndose en aquel país, dijo lo siguiente: «Marx ha muerto; Jesús vive». Es, sin duda, una respetable declaración confesional. Pero ¿se trata también de un diagnóstico? En muy escasa medida. Si hubiera deseado hacer un diagnóstico, en todo caso podría haber dicho (al menos por lo que a Europa respecta): «Marx ha muerto; Nietzsche vive». Nietzsche simboliza la sustitución de la metafísica tardía, la filosofía de la historia y la crítica de la sociedad por la estética y la psicología.

Consiguientemente, en la cultura intelectual de la Europa contemporánea existe una tendencia a la estetización, a la psicologización de la identidad europea. Con impudicia metafísica se saquea la mística y la espiritualidad de las grandes culturas asiáticas o lo que se tiene por tales. Y así, no sólo Europa, sino el mundo entero, se ve abandonado, a la postre, a merced de lo que a cada cual le «gusta». El mundo es cocinado según los dictados de la nouvelle cuisine de la Posmodernidad.

Pero ¿no son este euro-esteticismo y este euro-psicologicismo fenómenos de evasión o de resignación? ¿No son manifestación del ambiguo travestismo de un cierto pensamiento europeo de la habituación a las crisis y la miseria?

Europa corre el peligro de acostumbrarse a las crisis de pobreza en el mundo, que cada vez adquieren un carácter más permanente. Lo cual contribuye a que nosotros los europeos, encogiendo los hombros, las deleguemos a una evolución social anónima y carente de sujeto.

2.2.- Euro-provincialismo

También este fenómeno me parece un síntoma de la cultura intelectual de Europa, la cual penetra más y más en la conciencia diaria de la gente. ¿A qué me refiero? Me refiero a la nueva «modestia» posmoderna, al pensamiento de aminoradas pretensiones y de escala reducida. Los grandes conceptos, que por regla general han de ser interpretados de forma utópica o visionaria, se han vuelto sospechosos.

Hablar de la historia, la sociedad, el mundo..., se considera obsoleto, latentemente totalitario. Con sus muy controvertidas reflexiones sobre el «fin de la historia», el estadounidense Francis Fukuyama se convirtió a comienzos de la década de mil novecientos noventa en ejemplo del nuevo espíritu que recorre Occidente o, si se quiere, el Norte: la macro-historia ha llegado a su fin; ya no quedan más que micro-historias.

El espíritu europeo prefiere las cosas «más pequeñas». Una nueva quimera de inocencia parece haberse adueñado del pensamiento europeo. Se manifiesta en la preferencia por los mitos que se cuentan de espaldas a la historia en la que se sufre y se muere. El nuevo espíritu europeo valora la suspensión ética y política que late en los mitos y cuentos. Tal es el aspecto del culto intelectual a la nueva inocencia europea. Así principian las estrategias espirituales para la inmunización de Europa; así comienza la preparación intelectual de un pensamiento político del apartheid en Europa; así se inicia lo que en una ocasión he denominado «provincialismo táctico» de Europa; así se despliega el euro-provincialismo.

3.- «Perspectiva mundial» desde la memoria de Europa

Tal provincialismo contradice el universalismo capacitado para la pluralidad, que tiene su raíz en la herencia judeo-cristiana de Europa y se sabe guiado por la memoria passionis, que cuida de que las normas de justicia que han de regir las relaciones humanas no sean aminoradas. Aun cuando se tenga en cuenta la tragedia de la pérdida de simultaneidad ocasionada por los procesos de globalización, un ethos arraigado en la memoria passionis no puede resignarse a que los pobres sean, por ejemplo, víctimas o rehenes de las despiadadas oligarquías que los gobiernan.

4.- ¿Y cuál es el papel de la Iglesia en este proceso?

En su liturgia no debe representar ningún poder político, sino que -a través de su representación- ha de evocar aquella impotencia política a la que sigue debiéndose en su rememoración de Dios, la cual se halla entretejida con la remembranza del sufrimiento. Si quiere evitar que su anamnesis crítica de la pasión de Cristo degenere en un mito alejado de la historia, no tiene más remedio que ejercitarse en una cultura anamnética referida a la historia de la pasión de la humanidad y extraer de ella horizontes y máximas para su acción cristiana.

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