martes, 25 de febrero de 2014

El sacerdote jubilado: dificultades, alegrías y retos (II)

J. L. Beltrán de Otalora
(Aparecido en SURGE  Vol. 71 Num. 678)


José Luis Beltrán de Otalora

Bilbao

Nota: Por la extensión que ocupa el artículo, aparecerá fragamentado. Se publica hoy el SEGUNDO FRAGMENTO

 

Dificultades que se nos presentan en esta etapa

Son muchas las dificultades que se nos presentan para vivir el sacerdocio.
Bueno, el reto no viene dado al ejercicio del sacerdocio ministerial. El reto consiste más bien en cómo evangelizar desde esta nueva situación. Pero sin olvidar lo que siendo adjetivo es real: seguimos siendo sacerdotes, de segundo grado, como tanto gusta repetir hoy.


Primera dificultad: la “utilización de los jubilados”

Procede muchas veces de los compañeros más jóvenes y de la propia autoridad, aprovechando en
no pocas ocasiones las condiciones de amistad. Quieren utilizarnos, y en exclusiva, para servicios ministeriales: presidencia de la Eucaristía, Sacramentos y Funerales.

Y la califico de primera no porque sea la mayor, pero sí en parte la más importante. Y es que accediendo a esas peticiones o encargos nos convertimos nosotros mismos como colectivo en uno de los motivos que más retrasan que la Jerarquía aborde de una vez el grave problema que no la falta de vocaciones sino la propia Jerarquía está creando a las comunidades: impedirles ejercer su derecho a la Eucaristía. Llega ya a ser una reiterada vulgaridad la de remitir la ausencia de vocaciones, sobre todo cuando se hace explícitamente, a la falta de trabajo o vulgaridad del clero, a la desacertada pastoral vocacional, o qué sé yo qué. Como si ésa fuera la única clave cuasidogmática para discernir este signo de los tiempos. Nunca he escuchado a la Jerarquía cuestionándose a sí misma ni a sus planteamientos en este punto.


Segunda dificultad: el ninguneo de los jubilados

Una segunda dificultad resulta del ninguneo humillante al que está sometida la persona jubilada.
Es un fenómeno frecuente en la cultura moderna. Y se traspasa o coincide en el mundo clerical.
Lo normal de cualquier sacerdote jubilado es haber ejercido responsabilidades alto/medias en diversos campos de la pastoral, y/o en diversas instituciones diocesanas o civiles.

Finiquitado en esas misiones, el jubilado es frecuentemente tratado como si automáticamente él hubiera perdido todo recaudo de sabiduría, toda memoria técnica y aun afectiva en relación a situaciones y problemas de los que algo supo, juzgó y quizás arregló hasta el día de su jubilación. “Jesusito –dice un amigo- desde que me dijeron que había perdido la memoria…”, refiriéndose a la situación de “dejado de lado” en que a veces se siente. Por poner un segundo ejemplo: personalmente me he quejado en diversas ocasiones, en público y en privado, de no haber sido nunca citado por mis superiores no ya para la elaboración de un juicio valorativo, ni siquiera para la aportación de información o datos cuando se ha reflexionado concretamente sobre el Seminario Diocesano de Bilbao, en el que ejercí diversas responsabilidades, tanto en el Mayor como en el Menor.

Al llegar el momento de una revisión, lo normal es que no seas convocado. Y claro, cuando uno sufre un comportamiento humillante, eso hiere; y no es lo peor que un día te duela, sino que quedes una temporada dolorido.


Tercera dificultad: el voluntarismo compulsivo de última hora

El final de la vida (por qué no hablar claramente en estos términos) enfrenta a muchos, o a algunos, a una tentación particular: “a ver si aún puedo lograr tanto en la espiritualidad como en el trabajo pastoral lo que no  logré en el largo período ordinario anterior al de la jubilación”.  Puede aquello de que hay quien gana los partidos en la prórroga…, algunos en el último segundo…

Ésta es una pésima, si no la peor de las tentaciones ordinarias: porque surge de un desequilibrio personal, el generado por el voluntarismo, el arma siempre desacertada, como tantas veces ya la experimentamos; porque no genera más que más de lo mismo del inútil y ya condenado activismo; y porque convierte el clima de cada estación en el más inadecuado para el cultivo fructífero del propio huerto.


Cuarta dificultad: la soledad

¡Tanto hablar del amor y no haber cultivado la ternura! ¡Tanto organizar para pasar del cristianismo sociológico a la “comunidad”, y no haber llegado a tiempo para vivirse (más que sentirse ideológicamente) miembro activo, esperado y necesitado en ella y de ella! ¡Tanto haber alabado los sacramentos del amor y la amistad, y no haber cultivado como Dios manda la amistad de tantos amigos y amigas por la vida! ¿O es que no fuimos dando besos, sino mendigándolos? ¿O caricias, sino arrebatándolas? ¿Tantos silencios de terceros fuimos requiriendo y tan pocas palabras?

La soledad. Que puede ser como no tener sitio en la casa que edificaste, en el jardín que cultivaste; o la sensación de haber dado, refiriéndose al grano, mucha paja y poco trigo.

Dos reflejos sumamente dolorosos muestra esta dificultad; pondré de ellos dos ejemplos, que no es necesario reflexionar: llega un domingo, y el sacerdote jubilado no sabe “a qué misa ir”; lo decide por el horario, por la cercanía del templo, por  lo especial de una convocatoria…; no por la comunidad en que se siente miembro vivo. Un segundo ejemplo: reunidos un grupo de sacerdotes en una residencia, ya se sabe lo que pasa, el uno por el régimen necesario, o el evento no diario, o el requerimiento de la enfermera…, desaparece al final del acto común del comedor; lógico; pero otros, sin esas “urgencias”, en las varias residencias que yo he conocido dentro y fuera de la diócesis, desaparecen de igual modo o más rápidamente, prefiriendo la soledad de su habitación a la breve tertulia de los compañeros. ¿Una simplificación? Por eso lo he referido no como dato sino como simple ejemplo, ¿Parábola?

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