lunes, 11 de noviembre de 2013

los nuevos curas

Carlos F. Barberá
Michel de Saint-Pierre, escritor monárquico y ultracatólico, publicó en Francia en 1964 una novela traducida con el nombre de Los nuevos curas. Presentaba en una parroquia de un barrio obrero, en pleno clima conciliar, a dos curas “comprometidos” que no lograban tener éxito pastoral por sus actitudes secularizadas. Frente a ellos aparecía un “nuevo cura” de talante tradicional quien, con su silencio y su vida interior, conseguía lo que los otros no pudieron lograr. Hubo mucha polémica sobre esta novela que -siendo mediocre- no dejó, sin embargo, de resultar profética: los nuevos curas estaban llegando y ya están aquí.

Un hecho reciente ha sido para mí muy revelador. Como al final aludo a una carta privada diré el pecado sin nombrar al pecador. Se trata de un cura joven al que yo había escrito una nota sobre una eucaristía veraniega que vi por televisión. Me contestó con una carta de puño y letra que terminaba con el siguiente párrafo: “Me encomiendo a su oración para que algún día llegue a ser un sacerdote santo y para que mi modo de dirigir al rebaño de Cristo sea el más adecuado y oportuno”.

Me quedé de una pieza. Por una parte, el tono de ese párrafo me remontaba cincuenta años atrás. Por otra parte, consideré que esas líneas eran bien actuales: revelaban el talante de los nuevos curas.
En primer lugar, se trata de ser santos, así, en abstracto. A riesgo de ser pesado, le puse una nueva nota diciéndole que ser santo está bien pero que no basta. Por ejemplo, San Pío X es santo y escribió cosas como ésta: “He aquí que levanta la cabeza esa perniciosa doctrina que pretende colar (subinferre) a los laicos en la Iglesia como elementos de progreso” (Encíclica Pascendi).

Pero, sobre todo, es que se trata de dirigir: no de acompañar o presidir o coordinar, no. De dirigir. No es el Espíritu quien dirige a la Iglesia y a las comunidades, son los obispos y los párrocos. Naturalmente, quien dirige manda y lo hace a su leal entender.
Finalmente, “el rebaño de Cristo”. A pesar de sus raíces bíblicas, la expresión me rechina un poco. Preferiría “el pueblo de Dios” o, más sencillamente, “la parroquia, la comunidad”.

Es un hecho, sin embargo, que a este cura -joven, probablemente una buena persona- todo esto que a mí me choca a él le parece normal. Sin duda es que le han educado así: le han hablado de la dignidad del sacerdote, de su deber de ser santo, de su tarea directora y de su papel frente al rebaño de Cristo y lo ha aceptado sin protestar.

Se podría decir: hubo una generación de curas después del Concilio a los que también enseñaron estas cosas pero, como buenos creyentes, prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres. Quisieron “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús” y pasar, como Él mismo, “por uno de tantos” (Fil 2,7). Siguieron el consejo -a imitar- de San Pablo en su carta (2 Tes 3,8)) y, “para no ser gravosos a nadie” buscaron un trabajo civil. Se fijaron en que Jesús dijo: “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8) y dejaron de cobrar por los sacramentos. Y así sucesivamente. ¿Y por qué los nuevos curas no entienden estas cosas tan claras?
Y, lo que es peor, ¿por qué se hacen esclavos del ritual, de la ley, del Código de Derecho Canónico? ¿Nunca han leído la carta a los Gálatas: “Si estáis guiados por el Espíritu no estáis bajo la ley” (5,18)?


Parece que no. Como el cura que negó la comunión en la mano a una amiga mía porque extendía solo una al llevar en la otra un bolso y un paraguas. Así son los “nuevos curas”.


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