jueves, 8 de agosto de 2013

La reserva papal en la elección de los obispos y su superación teológica



 Jesus Martínez Gordo

La designación de nuevos obispos en los próximos meses en algunas diócesis españolas reabre, por enésima vez, el problema de la participación del pueblo de Dios en la elección y nombramiento de sus prelados: cada día se recupera más y más la convicción (fundada teológicamente, además, de en la tradición) de que se ha de nombrar al presidente de las iglesias locales escuchando el parecer de los directamente concernidos.


Al Papa S. Celestino I (422-432) se debe lo que, desde el siglo V, es un criterio rector incuestionable en la organización de la vida eclesial: ningún obispo debe ser impuesto. Esta proclama ha sido puesta en práctica de diferentes maneras a lo largo de la historia hasta que una insoportable injerencia de los poderes civiles y la influencia de la eclesiología protestante (negadora del sacramento del Orden) acabaron suplantando y pervirtiendo la legítima participación del pueblo de Dios.

La reserva papal. Tales injerencia y eclesiología llevaron a que el obispo de Roma se reservara dicho el derecho de elección en exclusiva y que lo hiciera movido por la urgencia ineludible de defender la libertad de los prelados (y de la Iglesia), a la vez que el sacramento del Orden como ministerio constitutivo y constituyente de la Iglesia católica. Sólo así se garantizaba debidamente la fidelidad de los sucesores de los apóstoles única y exclusivamente al Evangelio y sólo así se preservaba, al menos formalmente, la apostolicidad de la Iglesia católica.

La realidad fue que, a pesar de esta claridad teológica, el papado tampoco fue capaz de quitarse de encima la intervención de las autoridades civiles en el nombramiento de los obispos. Los Concordatos y diferentes clases de Acuerdos firmados con muchos países dan fe de ello.

La superación del galicanismo. Esta indeseable situación explica que el concilio Vaticano II sostuviera con claridad meridiana la libertad de la comunidad cristiana para elegir sus obispos, sin consentir transacción alguna con las autoridades civiles (CD 20). De ello se hace eco el mismo código de derecho canónico de 1983 cuando proclama que “en lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos” (377 & 5). Los padres conciliares eran conscientes de que la crisis galicana estaba superada y que, por ello, la intromisión de la autoridad civil en la elección de los obispos era algo que tenía que pertenecer, cuanto antes, al pasado, aunque quedaran restos de ella en el presente.

Es esta voluntad la que explica su decisión de respetar el privilegio de presentación de obispos sólo allí donde se hubiera pactado y su llamada a renunciar al mismo tal y como sucedía por aquellos años en la iglesia española… Y como actualmente sigue sucediendo en la laica Francia, uno de los pocos países que todavía interviene en la elección de los obispos de Alsacia y Lorena

En el procedimiento acordado con la Santa Sede el 7 de junio de 1941 para el nombramiento de obispos en España se seguían los siguientes pasos: el Ministerio de Asuntos Exteriores, en contacto con la Nunciatura, proponía seis candidatos al Vaticano; la Santa Sede escogía a tres y, finalmente, el Gobierno español elegía a uno de esos tres que, normalmente, era el primero de la terna.

Pablo VI solicitó –en aplicación del Concilio- que el Estado Español renunciara al privilegio de presentación en abril de 1968. F. Franco contestó dos meses después argumentando que no era un derecho de presentación sino de negociación, querido en su día por la Santa Sede e inscrito en un Concordato. Si se cambiaba este punto, sería preciso ir a la negociación de uno nuevo.

Una vez instaurada la democracia, será el marqués de Mondéjar quien entregue la misiva de renuncia el año 1976. Así se daba por concluido un privilegio que (ejercido desde el siglo XV, e interrumpido en la segunda república) había sido retomado en el régimen franquista.

La identidad del ministerio ordenado. Además, los padres conciliares tuvieron un exquisito cuidado en reconocer el sacerdocio común de los fieles sin confundirlo con el sacerdocio ministerial (diaconado, presbiterado y episcopado). Como también lo tuvieron en diferenciar ambos sacerdocios señalando la existencia de una ineludible separación entre ellos, no solo de grado, sino fundamental. Al proceder de esta manera, abrían una vía de aproximación a lo mejor de las aportaciones de las iglesias evangélicas sin renunciar, por ello, a la singularidad del sacramento del Orden en la catolicidad: el ministro (particularmente, el sacerdote y el obispo) no es un simple delegado de la comunidad –como así sucede en la eclesiología evangélica- sino sacramento de Cristo. Y lo es por la imposición de manos, la invocación del Espíritu y la presidencia de una Iglesia local.

El Vaticano II tenía claro que el reconocimiento del sacerdocio común no diluía –y, menos, aparcaba- la identidad cristológica del ministerio ordenado. Y, a la vez, que la afirmación de la singularidad del ministerio ordenado era perfectamente articulable con el sacerdocio de todos los bautizados. Tal proclamación no ocultaba ni disolvía el sacerdocio común de todos los fieles cristianos.

El protagonismo de todos los bautizados. A la luz de estas aportaciones conciliares, no es extraño que haya reaparecido en el postconcilio la exigencia de recuperar el protagonismo que tradicionalmente ha desempañado el pueblo de Dios en la elección de sus obispos.

Semejante reclamación no se efectúa por simple mimetismo con las maneras de proceder en las democracias formales burguesas, sino como consecuencia de haberse superado las injerencias de los poderes civiles que provocaron la congelación de tal derecho de la comunidad y su reserva en la Sede Primada de Roma. Y, sobre todo, porque el Vaticano II ha recuperado para todos los bautizados una dignidad eclesial que se hace creíble ejerciendo la corresponsabilidad en los asuntos que afectan a la comunidad cristiana y, por tanto, participando en la elección y nombramiento de los obispos.

Al exigir la recuperación de tal derecho se pide que la sede primada sea fiel a una tradición multisecular y que ocupe el papel que realmente le corresponde en la comunión eclesial: velar porque los candidatos presentados o legítimamente elegidos para ser ratificados presenten un perfil conforme con el Evangelio.

Es hora –se recuerda en muchas comunidades cristianas- de dar la voz al pueblo de Dios en cuestiones que afectan a la vida ordinaria y, sobre todo, en aquellas decisiones que comprometen su futuro a medio y largo plazo. Tal es el caso de la elección del obispo que les ha de presidir.

Ésta es la argumentada convicción que asiste a la gran mayoría de las iglesias locales cuando piden intervenir en el nombramiento de sus obispos. Es una demanda que tiene raíces muy hondas en la tradición eclesial y que se ha reactivado tras la finalización del concilio Vaticano II.

Éste es, igualmente, el contexto social y eclesiológico en el que entender el legítimo (y teológicamente fundado) malestar de la gran mayoría de los miembros que integran los consejos diocesanos de pastoral y del presbiterio de la inmensa mayoría de las diócesis (por tanto, no de todas) cuando la sede primada nombra obispos sin consultarles.

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