lunes, 4 de marzo de 2013

Los 25 años de J. Ratzinger como Prefecto de la Congregación por la Doctrina de la Fe


Valerio Gigante
27 de febrero 2013

Si el de Benedicto XVI, contrariamente a lo que se quiere dar a entender estos últimos días, ha sido un pontificado lleno de contradicciones, aún más estridente es la diferencia entre la presentación que los medios de comunicación ofrecen de Ratzinger como un papa-teólogo (arrollado por las intrigas de la Curia y por los enfrentamientos entre las diferentes corrientes dentro de la jerarquía eclesiástica) y su carrera en el seno de dicha Curia romana, de la que el papa alemán ha sido su pieza maestra desde noviembre de 1981, año en que fue llamado por Juan Pablo II a dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe.

En efecto, durante casi 25 años, es decir, hasta la muerte de Wojtyla, Ratzinger ha formado parte del grupo de cardenales que más han acompañado las decisiones tomadas por Juan Pablo II en el ámbito teológico y pastoral, además (junto con un reducidísimo número de clérigos) de los nombramientos, traslados y dimisiones de los obispos. Ratzinger ha sido, al mismo tiempo, el brazo derecho de Wojtyla en todo lo referente a la defensa doctrinal de la ortodoxia romana y de la teología vaticana y el “brazo armado” en la lucha contra todos los curas, teólogos, obispos y asociaciones laicales que pudieran ser, aunque fuera vagamente, sospechosas de “izquierdismo”, de connivencia con los movimientos de liberación en los Países del Sur del Mundo o de compromiso con la cultura laica y secularizada.

Sobre todo, a partir del 1984, Ratzinger gestionó directamente, y de manera concienzuda, el proceso abierto contra la Teología de la Liberación. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe no sólo condenó con la instrucción “Libertatis nuntius” la totalidad de la Teología de la Liberación, sino que también abrió un proceso contra los máximos exponentes de esta innovadora corriente teológica y pastoral:  Gustavo Gutiérrez, en cuyas aportaciones Ratzinger detectaba “la influencia del marxismo”; y Leonardo Boff, en cuyo célebre libro “Iglesia, carisma y poder”, el prefecto del ex Santo Oficio creía encontrar (1985), contenidos “que hacían peligrar la sana doctrina de la fe”.

Ratzinger también condujo una guerra sin cuartel contra todos los teólogos progresistas, liberales o, sencillamente, posibilistas en temas tales como la moral sexual, la libertad en la investigación teológica, el sacerdocio femenino y el pluralismo religioso. Por ejemplo, en 1986, el entonces futuro papa declaró “no idóneo para la enseñanza de la teología católica” al teólogo estadounidense Charles Curran, por ser “culpable” de criticar la “Humanae vitae” y defender “la legitimidad del disenso de la autoridad”, al menos en lo referente a este asunto; en el 1988 apartó de la enseñanza universitaria a los jesuitas José María Castillo y Juan Antonio Estrada y retiró al claretiano Benjamín Forcano de la dirección de “Misión Abierta”.

En 1993 le tocó el turno al moralista canadiense André Guindon cuyas tesis, sobre todo en temas de sexualidad, contenían según Ratzinger “graves disonancias no sólo con la enseñanza del Magisterio más reciente, sino también con la doctrina tradicional de la Iglesia”. Un poco mejor le fue a la monja y teóloga feminista Ivone Gebara, a la que Ratzinger ordenó que se trasladara a Europa para estudiar teología “segura”. Después vino el caso de la increíble excomunión, finalmente retirada, en 1997, del teólogo cingalés Tissa Balasuriya, “culpable” de dudar de la doctrina católica sobre el pecado original, la Inmaculada Concepción y el papel de Jesús en la obra de salvación. O, la igualmente increíble notificación de condena, fechada en 1998, del jesuita Anthony de Mello, autor de libros de espiritualidad famosos, y vendidos en todo el mundo, pero muerto (y bien muerto) hacía ya once años.

También en 1998, Ratzinger apartó de la enseñanza en la Pontificia Universidad Gregoriana al teólogo jesuita Jacques Dupuis por su libro “Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso”. Al año siguiente, prohibió a sor Jeannine Gramick y al padre Robert Nugent “cualquier actividad pastoral en favor de las personas homosexuales”, porque ninguno de los dos condenaba “la malicia intrínseca de los comportamientos homosexuales”. Al redentorista español padre Vidal le obligó, en 2001, a revisar sus tesis sobre la contracepción, el aborto y la homosexualidad. En 2004 le llegó el turno al jesuita padre Roger Haight, a quien se le prohibió la enseñanza en nombre de la teología católica por su cristología, juzgada no ortodoxa.

Y éstas son tan sólo algunas de las innumerables intervenciones de Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien a lo largo de sus años en la Curia también se opuso, frecuente y contundentemente, a la renovación conciliar de la vida religiosa (lo que culminará, ya como papa, con la investigación de las monjas estadounidenses mediante comisarios pontificios) y favoreciendo, sin embargo, el proceso de re-clericalización de las órdenes y congregaciones, particularmente, de los religiosos “laicos”, es decir, de los no ordenados sacerdotes.

A estas decisiones hay que añadir, además, los documentos emanados de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por ejemplo, el referido a la homosexualidad, una de las obsesiones del futuro pontífice: en la carta pastoral titulada “Homosexualitatis problema”, de 1986, se afirmaba que la inclinación homosexual “tiene que ser considerada como objetivamente desordenada”.

Junto con este tema se encuentran también sus innumerables intervenciones contra el sacerdocio femenino (para Ratzinger, contrariamente a la opinión de muchos otros cardenales, Martini a la cabeza, las mujeres no pueden aspirar ni siquiera al diaconado), el empleo del preservativo, la comunión a los divorciados vueltos a casar, el papel de los gay en la Iglesia, el pluralismo religioso, la inculturación, la “precedencia” de las Iglesias locales sobre la Iglesia universal, la colegialidad, la libertad en la investigación teológica.

A propósito de este último asunto, en 1988, la Congregación presidida por Ratzinger publicó la “Profesión de fe” y el “Juramento de fidelidad” que deben profesar todos los que “desempeñen un oficio en nombre de la Iglesia”. No sólo se impone la adhesión al “depósito” de la fe y la obediencia “a la disciplina común a toda la Iglesia”, sino que, además, se exige  “la observancia de todas las leyes eclesiásticas”. Igualmente hay que jurar obediencia a todo “lo que los sagrados Pastores, auténticos doctores y maestros de la fe, declaran o establecen como cabezas de la Iglesia” y a las “enseñanzas del pontífice” y “del colegio episcopal” cuando “ejerce su Magisterio auténtico”.

La colegialidad episcopal, aprobada por el Concilio, la enterró Ratzinger en 1992, con la carta “Communionis notio”, remachando con fuerza la primacía papal.

Pero la obra maestra doctrinal del entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue en el 2000, con la promulgación “Dominus Jesus”, una declaración en la que se insistía sobre la unicidad y universalidad salvadora de Jesucristo y de la Iglesia, frustrando, de esta manera, la apertura del Concilio Vaticano II a las “semillas de verdad” presentes en las otras religiones y haciendo retroceder el diálogo ecuménico unas cuantas décadas: además de excluir a las demás confesiones no católicas de la Iglesia ortodoxa, les revocaba el apelativo de “Iglesias hermanas” por entender que semejante expresión las colocaba en el mismo nivel que la Iglesia romana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.