sábado, 21 de julio de 2012

El juramento de fidelidad de los nuevos obispos y ....


El juramento de fidelidad de los nuevos obispos y el futuro (cada día más problemático) de la Iglesia en Bizkaia

Jesús Martínez Gordo

La promoción de Mons. Mario Iceta a la presidencia de la Iglesia de Bizkaia tampoco está sirviendo para sanear la difícil situación por la que atraviesa esta iglesia local desde la última parte de pontificado de D. Ricardo Blázquez. Crece el temor a que este desplome pueda agudizarse en los próximos años si se confirmaran los insistentes rumores sobre el posible nombramiento de un  nuevo obispo auxiliar al margen de toda consulta a los órganos de corresponsabilidad eclesial.

El Concilio aprueba en LG 27 una de sus aportaciones eclesiológicas más importante: los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos”. Por ello, están llamados gobernar sus respectivas iglesias locales con toda la autoridad que les es propia. Esta autoridad “que ejercen personalmente en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia (“ultimatim”) por la suprema autoridad de la Iglesia”, es decir, como instancia última de apelación y cuando estén en juego la verdad y la comunión.

Pablo VI sustituye, mediante la carta apostólica “De episcoporum muneribus” (15.VI.1966), el régimen de la concesión de poderes a los obispos y lo desarrolla en el Directorio para los obispos “Ecclesiae imago” (1973). Con la publicación de este documento se cierra el periodo de revalorización del episcopado y de las iglesias locales para entrar –a lo largo del pontificado de Juan Pablo II- en otro tiempo presidido por la recuperación de la centralidad de la Santa Sede al precio de la sacramentalidad del episcopado, de la colegialidad en el gobierno de la iglesia y de las iglesias locales en la comunión católica.

La Curia Vaticana se pone manos a la obra y empieza a activar los mecanismos que posibiliten la concepción absolutista que –tímidamente presente en el pontificado de Pablo VI- impulsa con particular persistencia Juan Pablo II. Uno de estos mecanismos es la promoción de nuevos obispos que estén más atentos a las directrices que emanan de la Curia Vaticana que a las necesidades de las iglesias locales que presiden. Esto es algo que se puede constatar en la reformulación del juramento de fidelidad de los nuevos obispos (1987). Obviamente, para hacerlo posible, es preciso promover como obispos a sacerdotes que sintonicen, sin duda de ninguna clase, con un perfil doctrinal y moral que poco o nada tiene que ver con el que se desprende del Vaticano II y, frecuentemente, en las antípodas del propuesto por los diferentes consejos diocesanos concernidos.

La consecuencia de esta nueva política de nombramientos episcopales es la entrada en escena de una preocupante desafección eclesial y de una penosa insignificatividad de la comunidad cristiana que, aliadas con otros factores más sociológicos, activa un imparable y penoso declive en la mayoría de las diócesis, particularmente europeas.

Y, entre ellas, también en la de Bilbao, según lo manifiestan amplios sectores -nada desdeñables- de presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas que han estado (y muchos de ellos lo siguen estando, cierto que dolorosamente) muy implicados y comprometidos en responsabilidades pastorales y en tareas seculares. Como es de prever, no faltan quienes que salen en tropel desmintiendo este diagnóstico o, lo que no suele ser infrecuente, intentando matar al mensajero.

Sin embargo, los datos son tozudos: compárense, por poner sólo dos ejemplos, el número de seminaristas y de confirmaciones de jóvenes mayores de 18 años que había cuando tomó posesión Mons. Ricardo Blázquez con las cifras que se barajan en la actualidad.

El juramento de fidelidad. Según el canon 380, “antes de tomar posesión canónica de su oficio, el que ha sido promovido al episcopado debe hacer la profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la Sede Apostólica, según la fórmula aprobada por la misma Sede Apostólica”[1].

Y la fórmula del juramento de fidelidad vigente desde el 1 de julio de 1987 reza así: “Juro permanecer siempre fiel a la Iglesia católica y al obispo de Roma, su pastor  supremo, al vicario de Jesucristo y al sucesor de Pedro en el primado  así como a la cabeza del colegio de los obispo. Obedeceré el libre ejercicio del poder primacial del Papa sobre toda la Iglesia, me esforzaré por promover y defender sus derechos y su autoridad. Reconoceré y respetaré las prerrogativas y el ejercicio del ministerio de los enviados del Papa, que le representan. Salvaguardaré con sumo cuidado el poder apostólico transmitido a los obispos, en particular, el de instruir, santificar y guiar al pueblo de Dios en comunión jerárquica con el colegio episcopal, su Jefe y sus miembros. Favoreceré la unidad. Daré cuentas de mi mandato pastoral a la Sede Apostólica en las fechas fijadas de antemano o en las ocasiones determinadas y aceptaré muy gustosamente sus mandatos o consejos y los pondré en práctica”.

Este juramento lo han de prestar todos los sacerdotes que sean promovidos al episcopado por haber encarnado un doble perfil (ortodoxo y disciplinar). Y por estar dispuestos a defenderlo como obispos.

El perfil doctrinal. Forman parte del primer capitulo de criterios “la convicción y devota fidelidad a la enseñanza y al magisterio de la Iglesia. Particular concordancia del candidato con los documentos de la Santa Sede sobre el ministerio sacerdotal, la ordenación de las mujeres, sobre el matrimonio y la familia, la ética sexual (especialmente la transmisión de la vida según la enseñanza de la encíclica “Humanae vitae” y de la carta apostólica “Familiaris consortio”) y sobre justicia social. Fidelidad a la verdadera tradición eclesial y compromiso en favor de la verdadera renovación impulsada por el Concilio Vaticano II y de las subsiguientes instrucciones papales”.

El perfil disciplinar. Los criterios referidos a la “disciplina” son la “fidelidad y obediencia en la relación con el Santo Padre, la Sede Apostólica, la Jerarquía; observancia y aceptación del celibato sacerdotal tal y como viene propuesto por el magisterio eclesiástico; respeto y observancia de las normas -generales y particulares- concernientes a la prestación del servicio divino y en materia de vestido sagrado”.

¡Qué lejos estamos de Calcedonia y de toda la teología que tradicionalmente recurría al imaginario matrimonial para referirse a la relación del obispo con su diócesis!

Y todavía más preocupante: ¡qué lejos estamos de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” cuando proclama que los obispos no son vicarios ni delegados del Papa (y, menos, de su curia), sino de Cristo, en cuyo nombre presiden y gobiernan sus respectivas Iglesias locales¡

He aquí un ejemplo clamoroso de cómo un texto dogmático puede ser arrinconado –y hasta radicalmente alterado- mediante un improcedente desarrollo jurídico. Y conste que nos estamos refiriendo a una clase de magisterio extraordinario e infalible en cuya aceptación y aplicación está en juego el “assensus fidei”, la misma fe eclesial.

La relación de un obispo con el Papa –y, lo que es más sorprendente, con la Curia Vaticana- es, a tenor del canon 480, análoga a la de un vicario con su obispo. Según este canon, “el vicario general y el vicario episcopal deben informar al obispo diocesano sobre los asuntos más importantes por resolver o ya resueltos, y nunca actuarán contra la voluntad y e intenciones del obispo diocesano”.

Nada que ver con la teología conciliar y dogmática sobre el episcopado.

El posible nombramiento de un nuevo obispo auxiliar y el futuro de la Iglesia en Bizkaia. El impulso evangelizador puesto en marcha por la iglesia de Bizkaia en el postconcilio empieza a decaer cuando la Curia Vaticana desoye la terna de candidatos presentados por su Consejo Pastoral Diocesano y cuando no atiende debidamente el perfil que -propuesto por dicho Consejo- había de presentar el obispo llamado a presidir la diócesis en sustitución de Mons. Luis Mª Larrea.

El nombramiento de Mons. Ricardo Blázquez como obispo de Bilbao no sólo activa una creciente desafección eclesial, sino que propicia un declive -particularmente clamoroso en los últimos años de su pontificado- y abre un proceso de progresiva insignificatividad social de la comunidad cristiana. Los nombramientos de Mons. Carmelo Echenagusia como auxiliar y, posteriormente, de Mons. Mario Iceta no logran frenar estos preocupantes síntomas de una crisis de hondo calado.

La promoción de Mons. Mario Iceta a la presidencia de la Iglesia de Bizkaia tampoco está sirviendo para sanear la difícil situación por la que atraviesa esta iglesia local desde la última parte de pontificado de D. Ricardo Blázquez. Crece el temor a que este desplome pueda agudizarse en los próximos años si se confirmaran los insistentes rumores sobre el posible nombramiento de un  nuevo obispo auxiliar al margen de toda consulta a los órganos de corresponsabilidad eclesial.

Si, por el contrario, se posibilitara la participación del Pueblo de Dios en la elección de su obispo (en aplicación, al menos del espíritu, del CIC 377 & 2: “el Papa confirma a los que han sido legítimamente elegidos”) se empezarán a poner las bases para corregir algunos de los muchos errores cometidos estos últimos decenios. Una decisión de esta calado tendría, por lo menos, la virtud de sumar fuerzas y voluntades; algo que sería realmente sorprendente desde hace unos quinquenios.

Lo vivido estos últimos años muestra fehacientemente que el olvido del Vaticano II y el absolutismo desplegado por la Curia Vaticana (al precio de la colegialidad y de la corresponsabilidad) no sólo no resuelven los problemas derivados de una creciente desafección e insignificatividad eclesiales, sino que los agudizan.

No es una anécdota menor que se haya reconocido la existencia –en el año dedicado a la fe- de una creciente y preocupante “apostasía silenciosa”. Queda dar un paso más y admitir que dicha “apostasía silenciosa” viene propiciada en buena medida por esta manera absolutista de nombrar obispos, por esta forma escasamente colegial de gobernar la Iglesia y por la potenciación de una lectura involucionista del Vaticano II (un concilio todavía inédito en sus propuestas más auténticas). Pero, sobre todo, por poner remedio a este mal, empezando por volver a la tradición y aceptar teológica y jurídicamente que ningún obispo puede ser impuesto (S. Celestino, Papa).


[1] Cf. J. MARTINEZ GORDO, “Verdad y revelación cristiana. La teología fundamental veritativa en la modernidad”, Editorial Eset, Vitoria-Gasteiz, 2011, pp. 99-104. 120-121 el estado de la cuestión sobre la “Professio fidei”. La actual “Professio fidei” sustituye a la vigente desde el 17 de julio de 1967. Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. “Fórmula que se debe emplear para profesión de fe en los casos en que lo prescribe el derecho en lugar de la fórmula tridentina y del juramento antimodernista”: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_ cfaith_doc_19670717_formula-professio-fidei_sp.html (Consulta: 18 de diciembre de 2011)

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